viernes, 31 de agosto de 2012

La paz en un instante

- No es mi problema. - Dijo sin miramientos nuestro coronel.

El coronel era un hombre robusto, de proporciones intimidantes, la piel de su rosto se asemejaba a la madera carcomida por termitas, fruto de la metralla que quedaba en su cuerpo de combates anteriores. Él la lucía con orgullo, como si de una medalla de guerra se tratase.

Habíamos sido enviados a esta dura tierra para traer la paz. O imponerla por la fuerza. Sólo nosotros creíamos que estábamos ayudando a los lugareños.
El día había empezado en el cuartel como otro cualquiera, con nuestra patrulla reglamentaria, pero aquel instante me abrió los ojos sobre la guerra.
A las afueras de la ciudad nos encontramos con una banda que sembraba el terror entre las familias pobres que vivían en aquellas casetas. Vivían en el desierto, y de vez en cuando decidían saquear la ciudad, sumiéndola en la miseria.

- ¡Disparad! - Gritó el coronel, al cual no le gustaban las peleas en su territorio asignado.
- Señor - Dijo nuestro cabo - ¡Existe el riesgo de herir civiles!
- No es mi problema - Replicó el coronel - ¡Nuestro objetivo es la pacificación, y lo conseguiremos a cualquier precio!

No pude fijarme en otra cosa.
Unos ojos color azabache nos escudriñaban con miedo en la distancia. Se trataba de una niña de corta edad que se aferraba con fuerza a su osito de peluche mientras intentaba huir de aquel caos en brazos de su madre.
El coronel dio la orden. Mi dedo tembloroso no encontró fuerzas para cerrarse ante el gatillo. Los de mis compañeros no parecieron encontrar tantas complicaciones...
Entonces solo pude discernir como el oso caía al suelo envuelto en una nube de polvo.

En ese instante me pregunté quienes eran los verdaderos terroristas.

(Versión reeditada. Junio 2010)

jueves, 30 de agosto de 2012

Ocho de la madrugada


Lo recuerdo como si fuese ayer.

 Esa mañana me había levantado muy pronto, era noche cerrada todavía y no había ni un alma en la calle. Estaba muy nervioso. Demasiado. Sería por eso que apenas había podido dormir la noche anterior... 

 Me dispuse a arreglarme, no quería llegar tarde en mi primer día, y emprendí la marcha, sin poder imaginar lo que llegaría a encontrarme aquella mañana fría de Octubre.
 Encontré el lugar sin demasiadas complicaciones, donde, a la entrada, me esperaba la que sería mi compañera durante aquel maravilloso mes, que a mi me parecieron apenas un par de días. 

 Estaba tan nerviosa como yo. Sin saber muy bien que hacer llamamos al timbre y esperamos que nos abriesen la puerta. Cuando pudimos entrar, nos apresuraron a vestirnos con el uniforme que allí era obligatorio, ese color verde oscuro enfundado en una tela bastante tosca, y después de que nos familiarizásemos con el lugar, nos guiaron hasta una sala en la que solo parecía haber gritos, dolor y desesperación.

 Todavía la tengo en mente. 

Aquella pobre mujer se retorcía en la cama, como si el sufrimiento más inhumano la atacase, mientras un hombre la cogía de la mano. Pero, en un momento, todo eso se convirtió en alegría y alivio para ella. 

 Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza, nunca había sentido nada igual, y pude notar cómo una pequeña gota caía desde mis párpados a las mellijas de mi rostro. 

El llanto inundó la sala de partos. Ya no había más dolor. 
 El pequeño J. había nacido.

 (Se han omitido los nombres reales de esta historia para preservar la privacidad de los mismos.)